“Si perdemos, seguiremos siendo el mejor equipo del mundo. Si ganamos, seremos eternos”. Tras estas palabras de Pep Guardiola, el Barcelona tenía por delante 90 minutos, a priori, para lograr lo que nunca nadie había logrado antes; para liquidar a un Estudiantes de La Plata presentado ante los azulgranas como el escollo final de un año natural impoluto, insólito y, hasta la fecha, irrepetible. El último paso para firmar un año perfecto. El último paso para conseguir lo imposible hasta entonces: ganarlo absolutamente todo.

Aquel mayo, un mes que en el calendario anual se sitúa en quinta posición pero que para el mundo balompédico es la transcripción del todo o nada, del fin de curso, del éxito o el fracaso, ese equipo plagado de unos locos bajitos que, como apuntó Alfredo Relaño en el Diario As tras la conquista de su segundo Mundial de Clubes en 2011 con exhibición incluida ante el Santos de un jovencísimo Neymar, se emborracharon de gloria con recitales para la historia. Desde aquel reencaje de piezas para comenzar a disfrutar del primer Messi todocampista, acercándole Guardiola a la sala de máquinas comandada por Xavi e Iniesta para ofrecer al mundo un inolvidable 2-6 en el Santiago Bernabéu que dejaba prácticamente resuelta la Liga; hasta el cúlmen de una 08-09 sentenciada con un inapelable 2-0 ante el Manchester United de Ferguson, Cristiano Ronaldo, Rooney y compañía, en el Olímpico de Roma, para escribir por tercera vez en la historia el nombre del Fútbol Club Barcelona en la barriga de la ‘Orejona’; sin dejar de lado la remontada contra el Athletic en una noche valenciana, de la mano del trallazo de un Touré reconvertido por urgencias a central, del rifle de francotirador de Xavi o de la frialdad para definir de Messi y Bojan. Copa, Liga y Champions. Tres títulos traducidos en tres billetes para conquistar otras tres competiciones.

Dani Alves puso un centro a media altura para que Messi encontrase el camino que les guiara a la gloria. Lo hizo rematando de plancha, con el pecho. Con el escudo. Con el corazón

Llegaba agosto, el último mes de vacaciones, el primer mes de fútbol. Por delante, dos Supercopas: la española y la europea. Enfrente, primero el Athletic, después el Shakhtar Donetsk. En San Mamés, en la ida de una Supercopa de España aún no presa de la mercantilización y la prostitución del fútbol actual, el Athletic volvió a ponerse por delante en el marcador como ya hiciera meses antes en la final de la Copa de Rey. El Barça, de nuevo, revertería la situación. Esta vez, con goles de Xavi y de un Pedrito que comenzaba a desquitarse de su diminutivo a base de dianas sumamente trascendentales. En el partido de vuelta, con el debut oficial de Zlatan Ibrahimovic con la zamarra ‘azulgrana’, los de Pep Guardiola se llevaron el título tras un 3-0 con Messi, por partida doble, y Bojan como goleadores. Apenas cinco días después, otro trofeo en juego. El Shakhtar, aquel mítico equipo del incombustible Mircea Lucescu, de los brasileños y de un Dmytro Chygrynskiy que días después cambiaría una camiseta por la otra, vigente campeón de la Copa de la UEFA, incomodó muchísimo al Barça, secando hasta la saciedad la enorme productividad ofensiva de los barcelonistas, hasta el punto que el partido tuvo que alargarse media hora más. En esas, cuando los penaltis ya asomaban a la vuelta de la esquina, apareció Pedrito, Pedro ya, con todos los honores, para marcar el único y definitivo gol del encuentro. El Barça era campeón de la Supercopa de Europa. Solo faltaba un último baile.

Diciembre. Sumergido en medio de una titánica batalla liguera de tú a tú contra el Real Madrid de los galácticos -la versión 2.0, con Ronaldo, Benzema, Kaká y demás-, el Barcelona volaba a Abu Dabi para competir en el Mundial de Clubes. De primeras, si te dicen que Atlante y Estudiantes de La Plata eran los rivales en la semifinal y la final, respectivamente, piensas que ese súper equipo se llevó el campeonato con la gorra. Pero no. Ni mexicanos ni argentinos fueron de paseo al Mundial. Contra el Atlante, un gol de Guillermo Rojas cuando apenas habían pasado cinco minutos de juego complicó la clasificación del Barça para la final. Tuvo que aparecer un inusual Busquets goleador para empatar. Y Messi y Pedro, ya en el segundo acto, se encargaron de reconducir el encuentro y situar al Barcelona en la final.

19 de diciembre de 2009. Liderado desde la banda por Alejandro Sabella, y desde el césped por la ‘Brujita’ Verón, Estudiantes dio el primer golpe cuando se acercaba el entretiempo. Mauro Boselli ponía el 1-0 y el Barcelona tenía que remar a contracorriente. Una vez más. Como en la Copa, como en la Supercopa, como hacía tres días. Pero el gol no llegaba. Pasaban los minutos, y nada; no había manera. Saltó al campo Pedro, ese al que unos meses antes llamaban Pedrito, y se convirtió en Don Pedro. Gol de cabeza en el 88’ para igualar el electrónico, para continuar soñando con la eternidad. Tocaba jugar media hora más. Y a los cuatro minutos del segundo acto del tiempo extra apareció el de siempre. Dani Alves puso un centro a media altura para que Messi, escurriéndose entre la zaga de sus compatriotas, encontrase el camino que les guiara a la gloria. Lo hizo rematando de plancha, con el pecho. Con el escudo. Con el corazón. Y así, ganando, remontando, lograron ser campeones de todo, lo nunca visto antes. Fueron eternos.

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