Es sabido que siempre que estaba de viaje, París, Chiapas, La Habana, Manolo llamaba a casa y lo primero que preguntaba era cómo había quedado el Barça. En su último desplazamiento, sin embargo, que lo llevó por Australia, Nueva Zelanda e Indonesia para pronunciar un ciclo de conferencias, consiguió montárselo algo mejor, y se reservó la opción de volar a Barcelona con margen para poder asistir al día siguiente con su familia al Camp Nou, donde los azulgrana iban a recibir al Dépor. Eso, ir a ver un encuentro de su equipo, era lo que se disponía a hacer el autor de Los mares del Sur cuando, esperando a embarcar en el Aeropuerto de Bangkok, su corazón se detuvo para siempre.
El fútbol atravesó la vida de Manuel Vázquez Montalbán como la enorme espina de un pez, desde la cabeza hasta los pies. En Vázquez Montalbán. Fútbol y Política (Editorial Base), Jordi Osúa Quintana deshace el camino hasta encontrar los orígenes de esa inquebrantable relación, que se ubican en las tardes en las que el escritor, siendo todavía un niño, salía a jugar a la pelota con sus vecinos por las calles del Raval. Una experiencia que marcaría su educación sentimental y que años más tarde se mezclaría en su nostalgia con esos días en los que se quedaba en casa escuchando las retransmisiones radiofónicas de Matías Prats. Era la década de los 40, y aquel muchacho atendía desde el sillón con atención “a un locutor capaz de transformar con el lenguaje un partido de fútbol en una batalla”. Tal vez afectado por esa prematura concepción heroica del juego, Montalbán no tardaría en captar lo que le deparaba el futuro: condenado al fracaso social y político por haber nacido en un barrio de perdedores en medio de una dictadura, su única opción épica de redimirse radicaba en los éxitos deportivos que fuera capaz de regalarle el club más importante de su ciudad.
Como explica Osúa en el libro, y teniendo en cuenta que el Barça fue perseguido por aquellos que nunca le perdonaron, entre otras cosas, la gira mundial que realizó para hacer propaganda en favor de la República, “el sentimiento de derrota compartida y el intento de extirpar las identidades políticas de Catalunya y de su familia por parte del franquismo” fueron los motivos que acabaron de apuntalar el vínculo afectivo entre la entidad y el intelectual. El suyo iba a ser, desde ese mismo momento, un pacto entre vencidos.
Antes de que nos sintiéramos los más guays del mundo por describir el regate de un extremo con la cita de un poeta, él ya había estado allí
Pero todos los matrimonios pasan por una mala racha. No hay enlace que no se debilite en algún tramo. Y el del balompié y el protagonista de estas líneas se zarandeó cuando este segundo aterrizó en la facultad y entró en contacto con personas de otras clases sociales. Montalbán, por un lado, se alegró al descubrir que podía compartir activismo político con sujetos que provenían de contextos muy diferentes al suyo. Pero, al mismo tiempo, también percibió cómo la distancia entre sus hábitos culturales y los de esas nuevas compañías iban aplacando su interés por el fútbol, que para el ambiente universitario de la época, fuertemente empapado por el pensamiento marxista hegemónico, no era mucho más que una “veleidad alienante”.
Esa afición denostada, sin embargo, nunca se extinguió completamente, sino que le seguía pellizcando por dentro, como un estímulo que se resistía a apagarse del todo. Ya como miembro del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), vivió algunas escenas en las que quedó revelada su incapacidad para desprenderse de eso que tanto protagonismo había cobrado en su pasado. Es casi legendaria la estampa que protagonizó en algunas reuniones del Comité Central del partido, celebradas en domingo, en las que Manolo se convertía en una suerte de equilibrista, siguiendo con un oído las deliberaciones de sus colegas y con el otro las evoluciones de su equipo por la radio.
Aunque la reconciliación definitiva se produciría con su ingreso en la cárcel de Lleida, en la que coincidiría con Salvador Clotas, Ferrán Fullà o Martí Capdevila. Con ellos, pensadores de otros campos como la física o la economía a los que el régimen también había querido escarmentar, mantendría largas conversaciones en una celda sobre autores italianos como Pavese o Gramsci, que lo conducirían a reencontrarse con su primera juventud y a descubrir una franja intermedia entre la cultura popular y la formación académica en la que asentar sus reflexiones. Rumiándolo bien, pertenecer a una organización política era algo bastante parecido a ser aficionado de unos colores.
“Cuando salí de tan extraño club”, escribió MVM refiriéndose a la prisión, “pasé un periodo de descreimiento futbolístico, hasta que me planteé: ¿qué es más estúpido, creer en Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón o en Carrillo y el Guti? Decidí creer en el Barça y estudiar muy de cerca la política que me afectaba, pero siempre, siempre, desde la evidencia que ni la historia, ni la vida, ni Europa eran como nos las merecíamos”.
Vázquez Montalbán fue tan pionero por escribir sin complejos sobre patadas y goles (así lo admitió Javier Marías en un famoso artículo publicado en El País en 2003) como por hallar precisamente en los estadios un terreno desde el que era mucho más fácil denunciar las farsas de un sistema, desnudar los intereses de la élite, destapar nuestras flaquezas como especie y, en definitiva, entender cómo funciona una sociedad moderna. Su producción teórica y literaria, que de tan extensa y rica se arremolina como una escalera de caracol hacia lo infinito, es el claro ejemplo de que el fútbol y la política, como concluye Osúa, “no describen dos trayectorias paralelas en su vida, en su obra y en su pensamiento, sino que están íntimamente interrelacionados”.
Una personalidad singular. Eso es lo que representó siempre Manuel Vázquez Montalbán. Una singularidad que marcó un hito, ayudó a barrer tabúes y generó una multitud de admiradoras e imitadores. Pero no lo olviden: antes de que nos sintiéramos los más guays del mundo por describir el regate de un extremo con la cita de un poeta, él ya había estado allí.